¿Fluyes o engulles?
- ctinatrenado
- 11 dic 2020
- 7 Min. de lectura
¿De verdad la sociedad condiciona tanto nuestra vida?
Desde pequeños aprendemos a interpretar la realidad en función de la opinión de quiénes nos rodean (madres, padres, profesores, amigos…), cuyas ideas al mismo tiempo se han forjado de igual modo. “Et voilá” así sucede que coincidimos en gran medida con la mayoría de quiénes están a nuestro alrededor. Todos, en mayor o menor medida, necesitamos nuestra porción de confirmación exterior, ese consenso o aprobación que nos hace sentir válidos y efectivos.
En este sentido la teoría de la identidad social (Henri Tajfel, 1979) afirma que los grupos a los que pertenecemos nos definen y forman parte de nuestra autovaloración configurando de forma importante bases para nuestra autoestima. A partir de nuestra identidad con el grupo, sentimos una seguridad y determinación que nos define y es por ello que buscamos la mejor valoración para ese grupo. Así pues, el concepto que un individuo tiene de sí mismo puede explicarse a través del grupo al que pertenece y su forma de actuar varía según el grupo en el que se encuentre. Concretamente, la identidad social sería “la parte del autoconcepto del individuo que deriva del conocimiento de su pertenencia a un grupo social (o grupos sociales) junto con el significado emocional y valorativo asociados a dicha pertenencia” (Tajfel, 1981).
En ocasiones, en la lucha por influir caemos en el error de pensar que no nos influyen. Un ejemplo de está influencia lo vemos cada día en grupos de amigos u organizaciones que están plagadas de comportamientos gregarios en dónde poco a poco los individuos van amoldándose a los comportamientos del grupo. De este modo, un individuo que es muy puntual en su hora de llegada al trabajo observa que de forma sistemática los demás llegan una hora más tarde, aunque valore ese comportamiento como poco responsable, con bastante probabilidad, acabará sometiéndose a la norma del grupo.
Si vamos un poco más allá, incluso las preferencias sobre arte, moda, comida, deporte, política, religión, están influidas y configuradas por la sociedad. Las ideas de belleza, el atractivo físico, el tipo de personas de quien nos enamoramos, con quien nos casamos, dónde viajar, la casa dónde queremos vivir no son sólo elecciones individuales, son productos sociales.
La llamada presión social no es otra cosa que las normas no escritas que impone la sociedad actual. Es la que nos guía y la que puede confundir nuestra propia ilusión por algo.
¿Quién no ha comprado por encima de sus necesidades? ¿por impresionar? ¿por alardear? Y lo que es peor ¿más allá de sus posibilidades?
En el ámbito de la psicología social la presión social se ha estudiado como un fenómeno de conformidad. La conformidad se define como un tipo de influencia social en el que los individuos cambian sus actitudes, opiniones o comportamientos para adherirse a las normas sociales existentes.
La investigación de Solomon Asch en los años 50, demostró como un sujeto es capaz de sucumbir a la presión social, cuando al plantear un problema objetivo éste se «amoldaba» a lo que dictaba un grupo, por su propia voluntad y para no «desentonar».
Se hace necesario mencionar aquí el texto “Influence, the psychology of persuasión”, dónde Robert Cialdini (1984) postula las 6 leyes de influencia que se encuentran detrás de cualquier intento de persuasión, y se emplean para conseguir la conformidad del receptor.
Reciprocidad. Según el cual las personas tratan a los demás como perciben que éstos les tratan a ellas.
Escasez. Las personas tienden a valorar más lo escaso o exclusivo.
Autoridad. Según el cual las personas que tienen una posición de liderazgo o notoriedad poseen mayor credibilidad.
Simpatía. Aquellas personas que transmiten simpatía ya sea mediante atributos físicos o por su carisma que a menudo suelen asociarse a otros atributos como el éxito o la honestidad, lo que se ha denominado “efecto halo”.
Compromiso y coherencia. La gente prefiere realizar aquellas acciones congruentes con lo que han hecho en el pasado.
Validación social. Si muchos piensan que algo es lo correcto, los demás tenderán a creer lo mismo. De ahí los grandes esfuerzos que se hacen desde distintos sectores por “crear tendencias”.
Sin embargo, a veces pasa que ese consenso se rompe y surgen distintos posicionamientos. Así frente a una señal de desaprobación o crítica, independientemente del lugar, momento e incluso cuando venga desde la mejor intención puede provocar una reacción negativa e incluso agresiva en determinados casos.
En la situación actual, dónde el Covid se ha convertido en el eje vertebral sobre el que girar, encontramos distintas posturas para abordar la situación. Se podría hablar de dos grupos. Por un lado, están quiénes prácticamente no han variado sus hábitos y actividad habitual. Mientras que por otro lado, hay quiénes han cambiado casi por completo sus dinámicas diarias. Obviamente, no todo es blanco o negro y existe toda una gama de grises. Pero seguramente, estos meses hayáis observado cierta fricción entre un grupo y otro. Así, amigos y familiares se ven distanciados no sólo por la imposición sino por hallarse en bandos opuestos, debido a su forma de desenvolverse ante la situación, juzgándose en muchos casos unos a otros.
Todo ello unido a la crispación generalizada ante la ambigüedad e incertidumbre de los últimos meses, conduce a las personas a una mayor susceptibilidad e irritabilidad. En esta tesitura, cualquier pequeña crítica o llamada de atención proveniente de otro puede ser vista como un ataque en muchos casos. Muchos habréis sido testigos de encontronazos frente a cuestionamientos del tipo: “por favor, póngase la mascarilla, “póngase gel de manos”, “guarde la distancia”, “espere su turno”, “póngase a la cola”.
No es la crítica en sí ni quién la realiza, sino cómo la interpreta quién la recibe. La réplica se encuentra pues relacionada con la personalidad del individuo que la emite y las emociones que forman parte de su repertorio habitual. De ahí que muchas veces la respuesta que se desencadena sea desproporcionada e incongruente con el mensaje recibido.
En este sentido, conviene mencionar la teoría de la reactancia (Brehm, 1966; Brehm y Brehm, 1981), que propone que la reactancia es una fuerza motivacional que se activa cuando se eliminan, o se amenaza con la eliminación, de las libertades conductuales percibidas. Esta motivación se dirige a restaurar esas libertades, así como volver a obtener el control sobre uno mismo y las situaciones. Concretamente, la reactancia es una tendencia a rechazar normas o indicaciones provenientes de los demás y que son percibidas como una limitación de la libertad personal. La cantidad de reactancia depende de la importancia de la libertad amenazada, la magnitud de la amenaza, la posibilidad de que influya sobre otras conductas o libertades y la legitimidad del agente amenazador. Esta suposición cognitiva de control es característica de culturas individualistas como la de Europa Occidental y Norteamérica.
Según Lazarus (1966) dentro del modelo transaccional del estrés, plantea que ante un evento determinado una persona puede considerarlo (valoración primaria) como irrelevante, benigno-positivo o estresante. Cuando una persona percibe o valora un evento como estresante es cuando tiene repercusiones en su bienestar psicológico. Distingue tres tipos de valoraciones estresantes: daño/pérdida, amenaza y desafío. Éstos suponen una evaluación negativa del estado presente o futuro de bienestar personal. Siendo el desafío el menos negativo de los tres y el que proporciona un tono emocional más positivo. Los tres pueden estar presentes en el fenómeno de la reactancia, principalmente en los dos primeros (pérdida y amenaza). El que se manifieste uno u otro depende en parte de las creencias de la persona sobre sus recursos y opciones para afrontar una determinada situación.
¿Realmente hacemos lo que hacemos porque nos gusta o se nos da bien? o ¿sólo por demostrar al resto que nos gusta y sabemos hacerlo?
En la lucha por ser vistos, seguidos y admirados. Las redes sociales se han posicionado como el mejor de los aliados si se sabe bien como sacarle partido. El mundo de hoy es un gigantesco banco de datos, donde las personas no somos otra cosa que otro producto más.
“Siempre he pensado que aquello que mueve masas no necesariamente tiene porque ser la mejor opción”
Durante este período de confinamiento, se han batido auténticos récords en el uso de Internet. Que nos ha permitido seguir trabajando gracias al teletrabajo, ver a nuestros amigos y familiares a través de las vídeollamadas, estar informados de la situación consultando los medios de comunicación y las redes sociales prolongando nuestra visita por largas horas.
Internet se ha posicionado como un canal de comunicación que tiene una influencia muy grande sobre la sociedad. En ocasiones, pudiendo llegar a generar una adicción al experimentar una necesidad de compartir la propia vida o estar demasiado pendientes de la cantidad de likes que reciben nuestras publicaciones. Las redes sociales están llenas de estereotipos y estar cada día en contacto con todo este mundo nos acaba influyendo. En el mundo de los influencers también hay presión social, la que ellos mismos provocan, muchas veces llegando al extremo para cumplir expectativas que quizás ni ellos mismos sean capaces de cumplir.
Así, las redes sociales se ponen a disposición de cualquiera, encumbran a unos y otros en cambio, no llegan tan siquiera a destacar. Y se preguntan qué hacen mal. Se puede ver en la ingente cantidad de tiempo, esfuerzo y dedicación empleada para crear una elaborada y precocinada fachada en Instagram o tik tok, dónde todo vale por la ansiada visibilidad. De igual modo, lo veo cada día a través de linkedin, dónde la búsqueda de empleo se ha convertido en una ardua batalla por la transcendencia digital.
Eso nos lleva con frecuencia, a que le demos más importancia a la aceptación y valoración que los demás tienen de nuestros momentos publicados, que las propias experiencias vividas. De manera que, se van generando formas de vivir, que interfieren por sí mismas en la forma en que nos acercamos a la realidad. Al sentirnos constantemente necesitados de aprobación para nuestras acciones, todo lo que hacemos, vivimos y experimentamos… pierde valor y parece importar más lo que sucede tras las pantallas.
Las consecuencias de toda esta presión son bastante obvias: inseguridad sobre los propios pensamientos, gustos o apariencia, baja autoestima, sentimientos de inferioridad, y una falta de pensamientos y opiniones propias que te puede volver superficial. La única salida ante esta complicada situación empieza dentro de nosotros mismos. Debemos esforzarnos por mostrar nuestro interior a la familia, a nuestros mejores amigos, sin tener miedo al rechazo, a la incomprensión o la desilusión. Y dejar de escondernos tras una pantalla digital. No somos el contenido que compartimos, aunque a veces lo parezca y no siempre se deje cabida a la debilidad, la tristeza, lo espontáneo, la verdad y lo natural. En definitiva, lo real.

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